viernes, 20 de febrero de 2015

La importancia de la sal

En cierto país vivía un rey que tenía tres hijas. Como ya se estaba haciendo mayor, comenzó a preguntarse cuánto le querrían sus hijas, hasta que decidió averiguarlo. Se sentó en el gran trono y mandó llamar a la mayor de las muchachas.
-Dime, hija -preguntó el rey al llegar su descendiente-: ¿cuánto me quieres?

Ella, que conocía muy bien a su padre y sabía de sus gustos, respondió presurosa:
- Padre, os quiero más que al oro.

El monarca, complacido, sonrió. No había nada que le gustara más que el oro. Repuso:
- Has dicho bien.

Y mandó llamar a la segunda. Lo mismo preguntó a la princesa mediana, que pensó un instante antes de contestar:
- Os quiero más que a la plata, padre.

El anciano rey, al pensar en el brillo de la plata, el fulgor de los candelabros y las monedas y la fastuosidad de las riquezas, sonrió.
- Has dicho bien -contestó.

La tercera hija, la menor, amaba profundamente a su padre. Cuando estuvo en su presencia, él preguntó:
- Dime, niña, ¿cuánto me quieres?

Ella, pensándolo detenidamente, respondió:
- Os quiero, padre, más que a la sal.

El viejo monarca parpadeó.
- Repite, hija. Creo que no te he escuchado bien.

- Os quiero más que a la sal, padre.

El rey montó en cólera y rugió:
- ¡La sal! ¡La sal no es nada! ¡Márchate! ¡No me quieres nada! ¡No quiero volver a verte en mi presencia!

Ella, asustada y muy triste, pues él no había comprendido lo mucho que le quería, salió llorando inmediatamente. Corriendo confusa por el pasillo de palacio, tuvo un idea. Bajó a las cocinas, donde varios cocineros estaban muy ocupados preparando la cena del rey. Allí les dio instrucciones claras sobre qué omitir en todos los platos que sirvieran al monarca.

A la hora del comer, el monarca se sentó en la lujosa mesa, con sus platos de porcelana y sus tintineantes copas de cristal con ornamentos de oro, con mucho peor humor que el habitual. Comenzaron a desfilar los camareros con las viandas. Primero le fue servida una sopa, cuya primera cucharada escupió al instante al comenzar a tomarla:
- ¡Agh! ¿Qué es esto? ¡Esta sopa no tiene ningún sabor! ¡Sacádmela de delante!

Retiraron rápidamente el plato y le sirvieron un estofado con una pinta verdaderamente exquisita. Complacido, cortó un trozo y lo metió en la boca. Pero, indignado, exclamó a gritos:
- ¿Cómo es que de nuevo esto está insípido? ¡Vaya porquería de estofado, no se puede comer algo tan soso!

Lo mismo sucedió con el resto de platos y postres. El mandó llamar al cocinero. Este, asustado, acudió y el rey, enojado, le pidió explicaciones.
- Majestad, yo me limité a cumplir las órdenes de su hija menor; ella nos dijo que no echáramos sal a ninguno de los platos.

El rey comprendió y se echó a llorar. Fue corriendo a buscar a su hija pequeña y la abrazó, diciendo:
- Querida mía, ahora comprendo la importancia de la sal y cómo, sin ella, nada es lo mismo; ahora sé cuánto me quieres.

No hay comentarios: